En diciembre primero las organizaciones de salud mundiales
conmemoraron el día del SIDA. De acuerdo con la Agencia del SIDA
de las Naciones Unidas, este año 2005 terminará con cinco millones
de infecciones nuevas y más de tres millones de víctimas morirán.
Aproximadamente 32 millones de personas murieron de la enfermedad
desde que la plaga hizo su aparición.
Usted tiene que vivir en otro planeta para no estar conciente del
sufrimiento y el costo del síndrome del SIDA. Además sabemos que
afecta a los más pobres y tal vez los menos educados de nuestros
semejantes; uno podría añadir “los olvidados” a esa descripción.
Los expertos dicen que el virus, como tantas otras bacterias que
nos rodean, había estado habitando en el reino animal desde hacía
tiempo y entonces, en la típica ambición de la selección natural
de vivir eternamente que es parte de la evolución, se transformó
para infectar a los seres humanos y nos convertimos en su nuevo
alojamiento involuntario.
Yo no sé si usted recuerda la década de los ochenta. Uno tiene
que ser por lo menos de veinte años de edad para poder volver a
ese momento en nuestra memoria cuando la enfermedad primero se
sospechó y después se confirmó. La creencia desde el primer
momento era que solo los homosexuales, los adictos de drogas o las
prostitutas estaban afectados o vivían en riesgo de afectarse, así
que el resto de nosotros no teníamos que preocuparnos, ¿no es
cierto? No fue difícil llegar a la conclusión de que había algo
inherentemente impuro e inmundo con esos seres humanos. Existía
hasta una teoría intolerante de que el castigo de un airado e
impaciente Dios eterno estaba envuelto en esa enfermedad. Yo
siempre he pensado que las palabras “eterno” e “impaciente” no se
relacionan con la idea de un Dios, pero desde luego, todo lo que
teníamos que hacer era permanecer alejados de las víctimas e
ignorar su problema para sentirnos protegidos.
Nos llenamos de paranoia ante la posibilidad de una infección por
parte de un enemigo que no conocíamos. ¿Podríamos acaso
infestarnos dándonos las manos? ¿Tal vez nadando en una piscina
visitada por los enfermos? ¿Era posible contagiarnos con alguien
que estornudara cerca de nosotros? ¿Deberíamos incomunicarlos en
islas apartadas de todo contacto humano como hicimos con las
colonias de leprosos de antaño? Llevó mucho tiempo, investigación
y educación para darnos cuenta que la propagación de la enfermedad
no era tan simple. De cierta manera nos habíamos familiarizados
con ella y pensamos que podíamos controlarla y mantenerla alejada
de nosotros. ¡Vaya, que alivio! ¿No es verdad? Bueno, ya veremos.
Una mirada hoy día a las caras y los nombres de los que mueren
generan un espectáculo triste de indiferencia, una que la hace
menos temerosa porque la hemos puesto en “cuarentena,” o por lo
menos es eso lo que creemos. Algunos de nosotros conocemos a
alguien que tiene el SIDA o ha muerto por sus consecuencias. Y la
contaminación se ha traducido en advertencias públicas de sexo
protegido que va más allá de actividades entre el mismo sexo y se
han convertido en asuntos y argumentos controversiales en escuelas
e iglesias, como el uso de preservativos y programas de
intercambio de agujas de jeringuillas limpias a los narcómanos.
Todavía el fin de la plaga no se vislumbra. Mientras el número de
víctimas continúa aumentando se hace más claro cada día que hay
mucho más que podemos y debemos hacer. Como la infección está
todavía limitada geográfica y económicamente, no nos creemos
individualmente en peligro y nos sentimos inmunes a vernos
envueltos también. La posibilidad de que la enfermedad vuelva a
mutar de nuevo y nos haga un daño mayor si se extiende a la
población general de una manera más rápida existe sin lugar a
dudas. La Evolución, aunque muy controversial porque no es muy
entendida tampoco, es un juego intrincado; es también un juego
paciente.
Richard Dawkins, el conocido biólogo inglés, en su libro “The
Ancestor’s Tale,” dice que “para el virus del SIDA la persona
donde vive es una isla.” Una isla, desde luego, que lo recluye y
de la cual debe emigrar. Para un virus tan agresivo que su
anfitrión eventualmente muere es imperativo reproducirse en otro
lugar, otro ser humano, otra isla. Hasta que no hagamos que la
enfermedad se sienta lo suficientemente feliz de sobrevivir en su
ambiente sin propagarse, de la misma manera que otros virus más
benignos que viven dentro de nosotros lo hacen, tenemos que
continuar reesforzando la naturaleza isleña de esa habitación. Eso
requiere compasión y dinero. Y también necesita comprensión y
creatividad.
No podemos evitar la comparación de esa actitud derrotista de
tantas décadas de aumento del SIDA en el mundo con el pánico que
se ha creado recientemente sobre la influenza avícola, una nueva
vía pandémica si dudas. Esa influenza, aunque todavía no
transmitida a los humanos en larga escala, tiene todas las
características dramáticas que rodeaban a los episodios iniciales
de la pandemia del SIDA. No sabemos si irá a mutar; si se
esparcirá fácilmente alrededor del mundo; si nos veremos afectados
y lo cazaremos; si habrá vacunas suficientes, etc., etc. y por
encima de todo, el hecho de que el virus se riega a través del
contacto con pájaros que, desde luego, emigran por su propia
cuenta y vuelan de aquí para allá sin que podamos controlarlos lo
hacen más amenazador y menos comprendido. Es el nuevo “coco.”
La respuesta de nuestro gobierno ha sido ruidosa; algo parecida a
una nueva guerra contra el terror. Pero el ruido no es una
alternativa a la eficacia. De acuerdo con el New York Times en un
editorial fechado diciembre dos, “los Estados Unidos, que
consistentemente prometieron contribuir un tercio presupuestal de
los Fondos Globales del SIDA, no lo han hecho.”
Por otro lado, es obvio que la reacción tendrá que ser veloz si y
cuando la influenza avícola comience a afectar a los seres
humanos; pero preocuparnos sobre la nueva pandemia que no veamos o
no conocemos no debe ser una excusa para abandonar la otra que
conocemos mejor y nos afecta día tras día. Me hace pensar:
¿seriamos más sensibles al virus del SIDA si de repente se mutara
a una forma de contaminación aérea? ¿Una que vuele? ¿Seria hacerla
menos familiar o predecible una mejor manera de detener la
propagación de esta enfermedad que hoy conocemos?
Nuestro record de compasión con las víctimas del SIDA deja mucho
que desear. Nuestra reacción misericordiosa a una nueva pandemia
que nos ataca desde un cielo vengativo con alas no será un
espectáculo digno de ver. Es urgente actuar.
Comenzando la mañana siguiente al Día de Dar Gracias, notamos con
fascinación las noticias de urgencia de multitudes que se
atropellaban agresivamente en ciertas tiendas por departamento
tratando de coger las mejores mercancías que podían arrebatar con
sus manos en esta temporada de Navidad. Por favor, lean que dije
“esta temporada de Navidad.” Ha habido muchas otras en el pasado y
habrá muchas más en el futuro; siempre lo hay. No para los
millones que morirán del SIDA y hambre este año o el próximo.
Estoy seguro que muchos de nosotros conseguiremos lo que queremos
en estas Navidades, pero no estoy seguro si sabemos lo que
debiéramos conseguir o lo que en realidad la Navidad significa.
Recuerden, no es solo un cumpleaños; es la celebración de una vida
que culminó en sacrificio en una cruz.
Y ese es mi punto de vista hoy.
El Dr. Montesino, totalmente
responsable por este artículo, es el Editor de
LatinoWorldOnline.com y conferenciante del Computer Information
Systems Department en Bentley College, Waltham, MA.
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