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ARCHIVO: Edición No. 230L | Diciembre 15, 2005

Un Punto de Vista:
Nueva epidemia; ¿viejos prejuicios?
Por Paul V. Montesino, PhD
buzonabierto@aol.com

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En diciembre primero las organizaciones de salud mundiales conmemoraron el día del SIDA. De acuerdo con la Agencia del SIDA de las Naciones Unidas, este año 2005 terminará con cinco millones de infecciones nuevas y más de tres millones de víctimas morirán. Aproximadamente 32 millones de personas murieron de la enfermedad desde que la plaga hizo su aparición.

Usted tiene que vivir en otro planeta para no estar conciente del sufrimiento y el costo del síndrome del SIDA. Además sabemos que afecta a los más pobres y tal vez los menos educados de nuestros semejantes; uno podría añadir “los olvidados” a esa descripción. Los expertos dicen que el virus, como tantas otras bacterias que nos rodean, había estado habitando en el reino animal desde hacía tiempo y entonces, en la típica ambición de la selección natural de vivir eternamente que es parte de la evolución, se transformó para infectar a los seres humanos y nos convertimos en su nuevo alojamiento involuntario.
 
 
 

 

Yo no sé si usted recuerda la década de los ochenta. Uno tiene que ser por lo menos de veinte años de edad para poder volver a ese momento en nuestra memoria cuando la enfermedad primero se sospechó y después se confirmó. La creencia desde el primer momento era que solo los homosexuales, los adictos de drogas o las prostitutas estaban afectados o vivían en riesgo de afectarse, así que el resto de nosotros no teníamos que preocuparnos, ¿no es cierto? No fue difícil llegar a la conclusión de que había algo inherentemente impuro e inmundo con esos seres humanos. Existía hasta una teoría intolerante de que el castigo de un airado e impaciente Dios eterno estaba envuelto en esa enfermedad. Yo siempre he pensado que las palabras “eterno” e “impaciente” no se relacionan con la idea de un Dios, pero desde luego, todo lo que teníamos que hacer era permanecer alejados de las víctimas e ignorar su problema para sentirnos protegidos.

Nos llenamos de paranoia ante la posibilidad de una infección por parte de un enemigo que no conocíamos. ¿Podríamos acaso infestarnos dándonos las manos? ¿Tal vez nadando en una piscina visitada por los enfermos? ¿Era posible contagiarnos con alguien que estornudara cerca de nosotros? ¿Deberíamos incomunicarlos en islas apartadas de todo contacto humano como hicimos con las colonias de leprosos de antaño? Llevó mucho tiempo, investigación y educación para darnos cuenta que la propagación de la enfermedad no era tan simple. De cierta manera nos habíamos familiarizados con ella y pensamos que podíamos controlarla y mantenerla alejada de nosotros. ¡Vaya, que alivio! ¿No es verdad? Bueno, ya veremos.

Una mirada hoy día a las caras y los nombres de los que mueren generan un espectáculo triste de indiferencia, una que la hace menos temerosa porque la hemos puesto en “cuarentena,” o por lo menos es eso lo que creemos. Algunos de nosotros conocemos a alguien que tiene el SIDA o ha muerto por sus consecuencias. Y la contaminación se ha traducido en advertencias públicas de sexo protegido que va más allá de actividades entre el mismo sexo y se han convertido en asuntos y argumentos controversiales en escuelas e iglesias, como el uso de preservativos y programas de intercambio de agujas de jeringuillas limpias a los narcómanos.

Todavía el fin de la plaga no se vislumbra. Mientras el número de víctimas continúa aumentando se hace más claro cada día que hay mucho más que podemos y debemos hacer. Como la infección está todavía limitada geográfica y económicamente, no nos creemos individualmente en peligro y nos sentimos inmunes a vernos envueltos también. La posibilidad de que la enfermedad vuelva a mutar de nuevo y nos haga un daño mayor si se extiende a la población general de una manera más rápida existe sin lugar a dudas. La Evolución, aunque muy controversial porque no es muy entendida tampoco, es un juego intrincado; es también un juego paciente.

Richard Dawkins, el conocido biólogo inglés, en su libro “The Ancestor’s Tale,” dice que “para el virus del SIDA la persona donde vive es una isla.” Una isla, desde luego, que lo recluye y de la cual debe emigrar. Para un virus tan agresivo que su anfitrión eventualmente muere es imperativo reproducirse en otro lugar, otro ser humano, otra isla. Hasta que no hagamos que la enfermedad se sienta lo suficientemente feliz de sobrevivir en su ambiente sin propagarse, de la misma manera que otros virus más benignos que viven dentro de nosotros lo hacen, tenemos que continuar reesforzando la naturaleza isleña de esa habitación. Eso requiere compasión y dinero. Y también necesita comprensión y creatividad.

No podemos evitar la comparación de esa actitud derrotista de tantas décadas de aumento del SIDA en el mundo con el pánico que se ha creado recientemente sobre la influenza avícola, una nueva vía pandémica si dudas. Esa influenza, aunque todavía no transmitida a los humanos en larga escala, tiene todas las características dramáticas que rodeaban a los episodios iniciales de la pandemia del SIDA. No sabemos si irá a mutar; si se esparcirá fácilmente alrededor del mundo; si nos veremos afectados y lo cazaremos; si habrá vacunas suficientes, etc., etc. y por encima de todo, el hecho de que el virus se riega a través del contacto con pájaros que, desde luego, emigran por su propia cuenta y vuelan de aquí para allá sin que podamos controlarlos lo hacen más amenazador y menos comprendido. Es el nuevo “coco.”

La respuesta de nuestro gobierno ha sido ruidosa; algo parecida a una nueva guerra contra el terror. Pero el ruido no es una alternativa a la eficacia. De acuerdo con el New York Times en un editorial fechado diciembre dos, “los Estados Unidos, que consistentemente prometieron contribuir un tercio presupuestal de los Fondos Globales del SIDA, no lo han hecho.”

Por otro lado, es obvio que la reacción tendrá que ser veloz si y cuando la influenza avícola comience a afectar a los seres humanos; pero preocuparnos sobre la nueva pandemia que no veamos o no conocemos no debe ser una excusa para abandonar la otra que conocemos mejor y nos afecta día tras día. Me hace pensar: ¿seriamos más sensibles al virus del SIDA si de repente se mutara a una forma de contaminación aérea? ¿Una que vuele? ¿Seria hacerla menos familiar o predecible una mejor manera de detener la propagación de esta enfermedad que hoy conocemos?

Nuestro record de compasión con las víctimas del SIDA deja mucho que desear. Nuestra reacción misericordiosa a una nueva pandemia que nos ataca desde un cielo vengativo con alas no será un espectáculo digno de ver. Es urgente actuar.

Comenzando la mañana siguiente al Día de Dar Gracias, notamos con fascinación las noticias de urgencia de multitudes que se atropellaban agresivamente en ciertas tiendas por departamento tratando de coger las mejores mercancías que podían arrebatar con sus manos en esta temporada de Navidad. Por favor, lean que dije “esta temporada de Navidad.” Ha habido muchas otras en el pasado y habrá muchas más en el futuro; siempre lo hay. No para los millones que morirán del SIDA y hambre este año o el próximo. Estoy seguro que muchos de nosotros conseguiremos lo que queremos en estas Navidades, pero no estoy seguro si sabemos lo que debiéramos conseguir o lo que en realidad la Navidad significa. Recuerden, no es solo un cumpleaños; es la celebración de una vida que culminó en sacrificio en una cruz.

Y ese es mi punto de vista hoy.

El Dr. Montesino, totalmente responsable por este artículo, es el Editor de LatinoWorldOnline.com y conferenciante del Computer Information Systems Department en Bentley College, Waltham, MA.
 

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